El TC más político y parcial

El Gobierno ha dado su paso más contundente y arriesgado para forzar de manera unilateral la renovación de dos magistrados del Tribunal Constitucional, y garantiezar se así no solo una composición afín en el órgano más politizado desde que comenzó su andadura en 1981, sino un shieldaje de constitucionalidad para las leyes aprobadas por Pedro Sánchez y sus pactos con el independentismo. El paso es contundente porque nunca antes un Ejecutivo había provocado una quiebra institucional así al designar a dos magistrados con un perfil político tan marcado al servicio del PSOE; y es arriesgado porque ahora mismo se abre un periodo de incertidumbre, y que el Gobierno ha tomado su decisión al margen del nombramiento de otros dos magistrados que debe realizar el CGPJ, y que estarán en el aire al menos hasta el 22 de diciembre.

El Consejo de Ministros ha designado al que fuera ministro de Justicia Juan Carlos Campo y la catedrática de Derecho Constitucional Laura Díez. A lo largo de cuatro décadas, tres juristas que habían sido ministros accedieron al TC. Pero jamás se había dado que titulares de Justicia con el mismo presidente que los proponen, lo que envía un mensaje político nítido: las puertas giratorias siguen vigentes, la independencia de criterio es una quimera, y nada queda de toda aquella palabrería con la que La Moncloa se ha empeñado en repetir durante los meses que su interés es despolitizar la justicia. Lo mismo ocurre con Laura Díez. Había sido ‘fontanera’ de La Moncloa con este Gobierno en el departamento del ministro de Presidencia, Félix Bolaños, y después ha ocupado la viceprésidencia del Consejo de Garantías Estatutarias de la Generalitat de Cataluña, un organismo que el independentismo equipara a suerte de ‘TC Catalán’. Además, es una catedrática muy signifieda en favor de la política lingüística del Govern y participó del asesoramiento y redacción del Estatuto de Cataluña cuando fue reformado –y derogado parcialmente después– durante la etapa de Rodríguez Zapatero. La tendencia ideológica de ambos es tan notoria como la sospecha de que llegarán al TC con prejuicios de obediencia debida y disciplina de partido. Su presunción de imparcialidad queda viciada de origen, y esta es la prueba de que Sánchez no solo quiere garantizar una mayoría de votos suficientes en el TC –la que le toca por ley– sino que además visualice un control ferreo, sin fisuras ni dissent.

Estos nombramientos abrirán en las próximas muchas semanas debates. Pero el más relevante ahora, aparte de las dudas de legalidad que suscitó este número técnico de números, se encuentran en alguna deliberación de recursos de inconstitucionalidad o de amparo tendrán que abstenerse bajo el riesgo de ser recusados. Un ministro que fue redactor de los indultos a los independentistas, coautor de la ley del ‘solo sí es sí’, o parte de un órgano colegiado como el Consejo de Ministros, está contaminado desde el primer día. Lo mismo ocurrirá con los recursos sobre cuestiones vistas por el Ministerio de Presidencia, que son la inmensa mayoría. Y su posición pública ideológica respecto a la negociación y cesión al separatismo también anticipa su voto se cual se la cuestión en discusión que afecta a Cataluña.

Queda al margen por ahora un posible choque institucional entre el Gobierno y el TC que no debería ocurrir. El artículo 159 de la Constitución establece con claridad que las renovaciones como estas deben llevarse a cabo por tercios de los doce magistrados del TC, y esta se ha acometido en un sexto. Interpretaciones aparte y si el CGPJ no designase a nadie el 22 de diciembre, el problema se recrudecería porque podría oírse que la renovación está incompleta, y por tanto ilegal. Por el momento, la conclusión es que el perfil de los elegidos deja muestras patentes de que Sánchez no hace prisioneros en ninguna institución.