Aquel jugarlar, esta ciudad: un paseo por el Madrid de Sabina que ya no existe

En lugar de su bar no se encontró ninguna sucursal del Banco Hispanoamericano. Sí andaban, muchos años después, los guardias municipales montando guardia (sic) sobre sus lugares -y sobre los que anuncia León de Aranoa para su documental- en un día de rara lluvia madrileña. Pero en el corazón de sus sitios, de sus puntos cardinales de esta ciudad que lo vio nacer al Arte (Madrid), ya talludito y con bombín, sólo había, insisto, policías municipales, carteles de Anís del Mono y similares. Y andamios mal atados, y una teoría de bares cuyos sótanos custodiaban lo más sagrado: una ‘movida ajena a La Movida’, esto es, La Mandrágora, hoy el Lamiak en la Cava Baja, al principio de dicha Cava según se viene del mercado de La Latina. Y en esa catacumba, hoy en obras, Sabina dio sus primeros guitarreros. Acaso porque, lo explicaremos más tarde, había una imparable vocación madrileña. No hay Madrid sin Sabina. No hay Sabina sin Madrid. Si en el principio bíblico fue el Verbo, en el principio de los principios de Sabina fue su piso de la calle Tabernillas. La Latina y alrededores. Y el zurrón del exiledo que antes se fue a London bajo el falso número de Mariano Zugasti (le debe la vida y lo reconoce) y que le cantó algo a George Harrison en su cumpleaños. De allí se traería un amorío y una capa de militancia zurda. Aunque eso fue al inicio de todas las historias de la historia de Sabina en Madrid. De historias como las que cuenta el fundador de esa otra leyenda madrileña que fue la susodicha Mandrágora, bar de efímera memoria donde su hacedor, Enrique Cavestany, preparó “ricos gazpachos en verano y lentejas en invierno” que tenían seducida a su clientela. Y así alimentó a Sabina. Hoy dan tosta de guacamole, sus catacumbas donde se congregó el artista están en obras, pero es que son otros tiempos. La Mandrágora apenas duró cinco años, pero hay cuadros, y discotecas, y memoria que piden ya una plaza en este Madrid de placas. El Lamiak, in the location of La Mandrágora José Ramón Ladra Cavestany recuerda que muy poco tiempo después de abrir La Mandrágora, la pareja de entonces del ubetense, Lucía, los aprovecharon a ese hospital de caridad de letraheridos y artistas para ver si a esa calavera andante, andaluza y simpática la procuraban nutrición. Y allí fue Sabina, recordó Cavestany, con “un álbum muy gordo de fotocopias” en el que estaba reflejada toda su vida: el ya mentado exilio en Londres, sus leyendas más o menos contadas y mezcladas. La Cava Baja como testigo Llegó a La Mandrágora como Paco Umbral llegó al Gijón, aunque Sabina lo hizo con ese libreto de su vida anterior, que era mucha, y cuando ya él sabía que en La Mandrágora actuaban los magos, Juan Tamariz y así, y él, por hacer para procurarse comer caliente, hasta cantaba. Cavestany dijo que el “carácter de su ‘cueva’ era más bien escaso” para prevenir glorias efímeras. E incluso, acordaron 1.500 pesetas por actuación para Sabina, y la recaudación a medias. Poco después aparecerían por la Cava Baja 32 Javier Krahe , Alberto Pérez , y la Historia (perdón por la mayúscula) ya se sabe. La historia de la visita de García Tola y lo que va después. Quedémonos con ese primer Sabina, “dispuesto a plantarle una fresca al lucero del alba, tan carniseco como flamenco”. Los cantautores Javier Krahe, Joaquín Sabina y Ricardo Solfa (Jaume Sisa), en la noche madrileña de los ochenta ABC Aunque en este texto hay que quitar la piel del Madrid de hoy y ponernos en aquel Madrid del que Joaquín Martínez Sabina, siendo bonaerense de excepción, ‘jienero de nacimiento’ y Atlético por solidaridad, hizo suya una base de darle una de cal y otra de arena, de una de Dylan y otra de alegrías de Cádiz (roncas). Sabina, en verdad, no se ha movido tanto. Calle de Tabernillas, con el macuto del exilio. Calle de Relatores, que entre unas tabernillas y un relator puede encerrarse toda una vida. Y en Sabina todo es autobiografía proyectada en una calle madrileña que también puede estar en el DF. Hay que retrotraerse al año 78, y ver al ubetense con barbas nazarenas, a veces vestido de tuno. Y verlo junto a un músico llamado Jean-Pierre que colaboró ​​en lo que creaba cada noche. En la Mandrágora, que en menos de cinco años, parió toda una forma de ver el mundo. El Madrid Rock, antes de que cerrara sus puertas Julián de Domingo La biografía de Joaquín Martínez Sabina, hijo de policía, periodista en Mallorca y madrileño vocacional ya está escrita, falseada a ‘beneficio de inventario’. Por eso León de Aranoa abre otra veta, aunque lo que nos interesa aquí es montar y desmontar su Madrid. Hubo lugares como el ‘Elígeme’, en San Vicente Ferrer, ‘La Aurora’, en los que la fama de un Brassens con nariz semita llenaba las noches y al que la propia noche daba una guapura de ídolo futuro. The calle que te “envuelve en su tisú de araña”, llamaría Sabina a San Vicente Ferrer y a esa Malasaña que no se llamó así, sino el barrio de Maravillas que narró Rosa Chacel. Donde se pudo encontrar con un Urquijo, con un Flores, o con un ver amanecer hacia Tabernillas siguiendo la gravedad. La gravedad de Madrid que hace estación de penitencia nocherniega en La Latina antes de despeñarse por los atochales y llegar a la tierra de Ramoncín. En este lugar de Gran Vía estaba el Madrid Rock ABC Aquí es Sabina, césar visionario de la canalla, el objeto y el objetivo. Si la antigua Mandrágora es ahora un bar tan adaptado a los tiempos como Joaquín, no pasa lo mismo con el Madrid Rock (Gran Vía, 25). Allí, una hamburguesería anunciada en un cartelón algo que tiene mucho de lema de rockero viejo: “Cero franquicias y un millón de gracias”. Eso es la serendipia, el Sabina que se mete en el hipotálamo del español aunque no lo sabe. En ese lugar gastaba en discotecas más de lo que ganaba. O eso quiere creer uno: del propio Dylan a Labordeta, más lo que estilaba en la música anglosajona. Resulta que hay más Madrid de Sabina. Despellejando la ciudad de los granitos de Gallardón, y viendo como un fantasma la Villa, está aquel theatre/cinema Salamanca, donde grabó su segundo disco en directo en su año, el de 1986. ‘Joaquín Sabina y Viceversa’ se llamó la criatura y pusieron sus voces Aute, Sisa, y Javier Krahe tocó ‘Cuervo Ingenuo’, la crítica más ácida al felipismo que ya, en sus inicios, dejaba ver sus vicios futuros. Hoy, ese bello edificio, quintaesencia del racionalismo madrileño, también está en obras. Y quien pasa olvida que ahí, justo ahí, ya Sabina iba lanzada a la inmortalidad. Local de la calle Conde Peñalver donde estaba el cine Salamanca José Ramón Ladra Claro que hay un Madrid de Sabina en rutas, pero faltan, repito, placas municipales su cantor. El Madrid de Joaquín Sabina, quitando la costra de tiempo, no es tan diferente del actual. Fueron y fuimos muchos los que vivimos el cambio de Madrid a través de sus letras. Ya no hay jeringillas a la vista en la trasera de la Gran Vía, y las estrellas se acuerdan de salir. Y a razón del último verano, lo de que “el sol es una estufa de butano” es una metáfora desfasada. El Madrid de Sabina es rayano al Madrid de hoy, sólo hay que ver la urbe con la mirada de quien lleva un bombín. Su mapa es nuestro mapa.