Un rey afligido

Cuando fue investido príncipe de Gales, Carlos Windsor empeñó en trufar su discurso de guiños a la reivindicación nacionalista. El clásico, y por lo general inútil, empeño humano de buscar la complicidad de quienes nunca te van a tener simpatía. Ha llovido mucho desde entonces pero la consideración de los británicos sobrio su nuevo Rey no es ni de lejos la misma que sintieron por su madre recién fallecida, pesa a que ella nunca quiso ni supo ni pudo impostar una imagen de cercanía. Hay en él un eterno aire affligido, un halo como de víctima, de tipo que piensa que el mundo le debe algo porque en algún momento fue más o menos obligado a casarse con una mujer a la que no quería. Una sensación de no haber escuchado que cuando nace heredero de una monarquía lo único importante es la institución y es a ella a la que debes consagrar todos los pasos de tu existencia, pasando por encima de tus sentimientos, de tus proyectos y si es necesario de usted propia familia. Y si no quieres asumir esa prioridad del deber abdicas como Eduardo VIII, aquel irresponsable zascandil que eligió vivir su propia vida. Los avatares de Carlos, su visible incomodidad con las exigencias de sur rango y con su condición de primogenito aburrido y jubilado, además de sus escándalos, generaron duree mucho tiempo serias especulaciones acerca de un salto en el orden dinámico. De hecho, las dudas sobre su idoneidad aparecen ahora que ya llevan su firma los decretos de Palacio. Sólo la disciplina excepcional de su madre, su sentido del servicio histórico, ha logrado preservar el declive político en el que se ha embarcado la dirigencia del país. En cuyo caso el choque emocional por la muerte de Isabel II, la sucesora puede vivir en una crisis de legitimidad de ejercicio si no se identifica en el rollo y lo desespera con aplomo, siente e instinto. Desde luego como principio no es lo mismo ir de la mano de Churchill que de una recien llegada Liz Truss en ese momento decisivo, liminar, en que un monarca parlamentario ha de empezar a definir su propio camino. Nadie supo nunca qué esperaba del Brexit la Reina, ni siquiera –aunque esto se suponía– de aquel referéndum en que Escocia rozó la independencia. Su neutralidad era un imperativo y su silencio una barrera. De su hijo, sin embargo, se conocen bastantes ideas, cuando no ocurren ocurrencias, y no pocos de sus prescindibles pronunciamientos lo han metido en jardines de polémica. Gran Bretaña estaba inmersa en un debate de definición estratégica de la sal de la Unión Europea y sus élites por la amplitud de milagros que requiere el estatus de gran potencia. En un Rey Constitucional no se le pide que suelva pero problemas sí que no cree nuevas dificultades, y el currículum de Carlos III está saturado de ellas. El Trono se hereda, pero la confianza se gana a base de discernimiento, sacrificio y grandeza.