Víctimas

Los muertos de Las Ramblas son que el independentismo no tuvo el arrojo de poner para lograr su objetivo. Sabían que eran unos cobardes que jamás iban a pagar el precio y vergonzosamente usaron esos cadáveres contra el Estado. El Govern y sus palmeros difundieron que era un ensayo general del CNI para frenar el referendo ilegal que iba a celebrarse el 1 de octubre de aquel mismo año. El entonces alcalde de los Mossos, Josep Lluís Trapero, escenificó evidentes gestos de complicidad con los sediciosos, dejándose querer, con desplantes a la prensa no afín –con cuyas frases se hicieron hasta camisetas– y creando el mito del policía “nostre”. Días antes del atentado había estado en casa de Pilar Rahola, con camisa hawaiana y sombrero de paja, tocando a la guitarra canciones de Lluís Llach, en compañía de Carles Puigdemont y Joan Laporta, entre otros referentes de la causa. Que ahora salga a decir que la sociedad catalana no fue generosa con las víctimas de aquel atentado, es más cinismo sobre el cinismo acumulado. Fue él participante como mayor en la fiesta de verano de los independentistas, fue él compadreando con Puigdemont y otros miembros del gobierno de la Generalitat, fue él con sus ruedas de prensa desafiantes con los que no le siguieron la cuerda del relato oficial e incriminador de España quien expresó, arrastró, denigro la dignidad de cada uno de los fallecidos de aquella tarde en Las Ramblas, convirtiéndolos en munición para el otoño, sabiendo que serían los únicos muertos que habrían en Cataluña y que había que aprovecharlos como fuera para una independencia prácticamente imposible, precisamente porque contaba con muchos más voceros, fantasmas y paniaguados que soldados como los que han tenido los huevos de defender su país en Ucrania. El independentismo catalán ha sido tan multitudinario en sus manifestaciones como mezquino en sus plantaciones políticas, morales y estratégicas. Nunca tanta gente abrazó tanta bajeza, aunque sólo sea porque de vascos hay menos. El oprobio que aquel día de agosto empezamos a vivir en Cataluña, y que nos acompañó hasta la salida de la pandemia, fue el mayor castigo que un pueblo puede infligirse, hasta el extremo de hurgar en tumbas ajenas para robar ya no un anillo o un reloj, sino el propio sentido de su muerte. El exmayor Trapero lideró aquella desfachatez dividiendo a la sociedad en algo tan sensible como la confianza en la Policía, eligiendo bando y envalentonado a los que pocos días después iban a saltarse cuanta ley existente, tanto en lo que votaron en el Parlament como en calle con las urnas En su oportunismo calculador, se midió muy bien en sus actos y palabras, para poder dar marcha atrás, como así ha hecho, si el golpe fracasaba. Pero no hubo ni un solo independentista que pensara que no tenía al mayor de su parte ni un solo constitucionalista que no se sintiera desamparado e incluso intimidado por los Mossos.