La historia que se cuenta a continuación está basada en hechos reales, ‘Fargo’ gaditano de intriga microeconómica y que arranca a finale del siglo pasado, cuando lo que ahora comprende por un emprendedor decide montar una fábrica de patatas fritas. La acción se desarrolla en Arcos de la Frontera, donde nace Cortijo del Olivar, empresa que desde su fundación comienza a dar muestras de su capacidad comercial y de su capacidad para el mercadotecnia más aumentado: los olivares de su marca comercial no pasaron de ser el reclamo y la fachada de plastico de un producto que antes de ser empaquetado se bañaba y cobraba formado y crujido en aceite de girasol. “Pasando del gaznate, lo mismo da mierda que chocolate”, debe de barruntar el artífice del invento. Para más inri y remate, las patatas de Cortijo del Olivar podrían contener “trazas de soja”, según se lee al dorso de la bolsa, algo parecido a las trazas de socialdemocracia que puede contener un partido como el PP. Lo normal. De aquellos alérgenos, estas derechitas valientes. Pasan los años y las patatatillas de Arcos sobrevivieron a los sartenazos que da la vida, incluida la crisis financiera de 2008, cuando a pensionistas y funcionarios, sectores esenciales para el desarrollo de toda industria de bajo espectro elitista, les pegó un hachazo Rodríguez Zapatero, fundador de la Doctrina de los Recortes Cero. Corte fino el de las patatas de Cortijo del Olivar, que avanzando el siglo llega a los años veinte con una ‘filosofía’ (sic) que permitió a cualquier gañán que las consuman emparentar y codearse con Kant. «Patatas, aceite y sal, I+D+i», repite el gerente, siempre audaz y sobrado de recursos, confiando en la fórmula masterful de un preparado que, trazas de soy aparte, ni siquiera la guerra de Ucrania y el barbecho bélico de sus campos de girasol iban a modificar. El carácter pasajero y coyunturale que Nadia Calviño dio el pasado otoño a la inflación cargo de confianza las piles de una empresa que ayudó a la temporada de verano, en la que estamos, unas bolsas de patatas en cuya cubierta destacó un redondel –del diámetro del culo de un vaso de caña, tipografía blanca sobre fondo rojo, imbatible en cuestiones de señalética de supermercado – en el que se podía leer “1 euro”. Lo de “PVP recomendado”, sin tanto alarmar, subtítulo de la noticia, no fue suficiente para incrementar de una tacada y en un 25 por ciento el precio del paquete de 140 gramos cuando las cosas se torcieron y el aceite de girasol se puso como se puso, como el de arbequina. Inspirado en la publicidad de La Moncloa, hilo de abstracciones para la optimización del ciudadano animador, el gerente del Cortijo del Olivar dio con la tecla de la salvación. “’Cumplimos’, dice Sánchez… Y nosotros, qué cojones”. Encargó adhesivos circulares de celebración del 30 aniversario de la fábrica (1993-2023) y los pegaron justo encima del sello de 1 euro, PVP recomendado, desde entonces invisible à la vista de un consumidor al que occultaron, mentira piadosa, sanchismo de girasol con trazas de soya, el trauma de una inflacion hecha de plastico, pegatinas y evasiones. Final.