Placa azul para Magallanes

Un señor de Guadalajara, admirador del columnista José F. Peláez, me registró unos recientes artículos suyos en los que daba de lleno en el clavo. Uno, sobre Elcano y su desconocida estancia en Valladolid, donde incluso dejó una hija. Otro, con innumerables ejemplos de acontecimientos históricos de primer orden que, por una imperdonable y colectiva desidia, siguen siendo invisibles para propios y ajenos. Ante ello, pretendía, como es frecuente en otras latitudes, significar con placas tiles lo sucedido en cada lugar. En referencia a Valladolid -pero valdría igual para muchas otras ciudades-, decía que, con la mitad de la mitad de lo que atesora, en otros lugares harían un parque temático histórico que dejaría con la boca abierta a todos sus visitantes.

Me sumo, entusiasta, una iniciativa de esa. Y, en este V centenario de la primera vuelta al mundo, lo hago con Magallanes. Pues fue en Valladolid, basjo el auspicio de burgaleses traders, con la intermediación de su paisano Juan de Aranda, factor de la Casa de Contratación, y el apoyo de un toresano, el obispo Fonseca, donde se gestó una expedición que cambiaría la historia para siempre. Magallanes y el cosmógrafo Rui Faleiro partieron de Sevilla enero de 1518; querrían presentar al rey su proyecto para llegar a las islas de la Especiería por occidente. Cebreros, Herradón de Pinares, Ávila o Arévalo fueron algunas de las etapas del viaje antes de recalar en Medina del Campo donde, por boca del portugués, sabemos que pernoctó al menos una noche y se reencontró con Juan de Aranda. El 14 de febrero llegaban a Puente Duero y, al parecer, yantaron en uno de sus mesones. “Aquí comió Magallanes” o “Un menú para dar la vuelta al mundo” son lemas, al estilo de la publicidad más acrisolada cañí, que podrían lucir con orgullo, y no sin fundamento, en alguno de los que subsisten. De allí fueron a Simancas, donde pasaron tres días a la espera de entrar en un Valladolid en el que no cabía un alma. En esas fechas se celebraban las Cortes en las que el joven Carlos juró como rey. A su numeroso séquito, a los nobles, representantes de las ciudades o del clero, había que sumar los 6,000 hombres de caballería que lo acompañaban.

La dificultad para hallar alojamiento pudo ser la causa de esta espera, aunque el insigne americanista Demetrio Ramos se inclinó por la hipótesis del temor de Magallanes a las maniobras del embajador portugués -también en Valladolid- que utilizaron de sabotear sus negociaciones con la Corona española . Entró en la ciudad el 17 de febrero, cuando los cortesanos flamencos celebraban un gran torneo que duró varios días en la Plaza del Mercado, actual Plaza Mayor. Sesenta jinetes, treinta por bando -entre ellos el joven rey-, tomaban “parte en la batalla abierta, como si mutuos enemigos”. Y aquellos extranjeros se lo tomaron muy a pecho, pues “siete de ellos quedaron muertos allí mismo”. El alboroto reinante era ideal para que Magallanes, con unos extraños bultos y dos exóticos esclavos de Malaca y Sumatra, pudiera entrar sin despertar sospechas.

Sabemos dónde comieron y durmieron aquella primera noche: la casa del commerciante burgalés Diego López de Castro. Ahora solo falta situarla en el callejero del Valladolid del siglo XVI, aunque Ramos aventura que pudiera estar en la calle de Francos, hoy Juan Mambrilla, por congregar a los mercaderes. En ese mismo lugar, el día 23, Magallanes firmaría una escritura por la que comprometería a entregar a Aranda un octavo de sus ganancias como recompensa por su intermediación.

Tras diferentes reuniones preparatorias, el 22 de marzo de 1518 se produjo el ansiado encuentro con Carlos I y la firma de las capitulaciones que aprobaban la expedición. Ocurrió, casi con total seguridad, en el palacio de Pimentel (actual sede de la Diputación), entonces residencia habitual del rey. Fray Bartolomé de las Casas, el defensor de los indios, que coincidió con Magallanes mientras esperaban ser recibidos por su majestad, lo describe como “hombre de ánimo y valeroso en sus pensamientos y para emprender grandes cosas, aunque la persona no la tenía de mucha autoridad, porque era pequeño de cuerpo…”. Ofrece el dato curioso del globo terraqueo, con la ruta propuesta dibujada sobre él, que portaba para una mayor explicación de sur plan. Artilugio que, a pesar de su alto costo, 4.500 maravedíes, porque coadyuvó al éxito de su propuesta. Por esas mismas fechas también esperaban audiencia, entre otros, Diego Colón y su hermano, para reclamar lo que su padre murió sin conseguir, o Pánfilo de Narváez que, años después, sería comisionado para conquistar la Florida y fue el primer europeo en cruzar el Misisipí.

Sorprende ver cómo de aquel austero palacio castellano salían las órdenes que modificarían el curso de la historia; simple y llanamente, allí se estaba repartiendo el mundo por descubrir. En el ambiente flotaba un espíritu universalista y Carlos I era visto como “monarca y señor que es del mundo”. Un mundo que aquella España cambio para siempre, y no pocos de aquellos cambios decidirá en orillas del Pisuerga.