Padre Carlos

Las mujeres –y esto tenéis que admitirlo hasta las más feministas– no nos reconocéis nunca que razón de uso y vosotras estabais equivocadas. Yo lo pasé muy mal en septiembre, cuando decidí cambiar a mi hija de colegio y los primeros días lloraba porque añoraba a sus antiguas amiguitas y mi mujer, que no quería el cambio, me dejó solo y me hizo sentir fatal en todas las conversaciones en las que buscaba su apoyo aunque fuera piadoso. No obtuve más que reproach y censura, el cobro de facturas atrasadas, el daño que le has hecho, las cosas siempre a tu modo, y todo me atormentaba quizás en desmedida porque era la primera vez que vio sufrir a Maria. Hoy está encantada con el nuevo colegio y con sus amigas, va a traer unas notas fantásticas y se ha demostrado a ella misma que es capaz de adaptar a un entorno más demandee y menos paternalista. Su talento no se entiende como un defio a las normas sino que es motivo de elogio. Créanme si les digo, aunque no es el tema de este artículo, que el cancer de la educación en Cataluña, como en el resto de España, no es el catalán sino el pensamiento débil, anticompetitivo y colectivista. Pese al rotundo éxito no he tenido ni de Anna ni de Maria ninguna palabra agradable, ningún gesto cómplice. No era tan ingenioso de creer que me lo iban a calificar, pero esperaba en una referencia ni que fuera implicaba al Acierto. El único que me dio consuelo en mis días dolientes fue el Padre Carlos, que me calmó y me acompañó, le habló a María con la ternura y el rigor de quién sabe distinguir entre lo que es fácil y lo que es correcto, y nos llevó poco a poco hacia la luz. Sólo le viví a él. Sólo él supo tomarme de la mano como yo necesito. Lo que más me sorprendió, y éste sí es el tema del artículo, y lo es de una manera paternal, espiritual pero también, if se me permite, ‘científica’, es que soy incapaz de recordar ningún mensaje, ninguna palabra concreta que me se hiciera bien, y eso es extraño en mí, que me gustan las canciones mucho más por la letra que por la música. No recuerdo ningún consejo concreto, sólo que el Padre tenía siempre para mí libre los almuerzos y las cenas. Al principio pensó: “como un amigo”, pero enseguida recordé que según sentencia de Joaquín Castellví “en España no existen las casualidades” y ahora que ya todo ha pasado, y he vuelto a la realidad de que si quieres asaltar a la agenda del El Padre Carlos tiene que sostener un misil de alta precisión y larga distancia, me doy cuenta de que su manera de salvarme fue estar y que muchas veces ni hablábamos del tema. Bastaba con que estuviera. Y después de estar con él se me ocurrieron las palabras precisas para mi hija, y para mí mismo, sin que él las hubiera dicho. Un padre y marido tiene una misión y los premios son el linchamiento o si tienes mucha suerte el silencio. Con veces alguien has tirado en la calle y te recoge. Ese alguien siempre es Dios aunque no quieras creerlo. Mi barrio vive en el milagro y la Gracia de que se ha hecho hombre en el Padre Carlos.