Los escritores de la Garduña

El barrio del Raval era un final de los años 70 un mosaico de gentes diversas que sobrevivía en una Barcelona cuyas élites habían emigrado a la zona alta de la ciudad. Putas, chaperos, borrachos, desocupados, menestrales y muchos ancianos vivían en casas lóbregas y húmedas y recorrían sus sombrías calles, nunca iluminadas por el sol. Olía a decadencia y putrefacción. Detrás del mercado de la Boquería se halla la plaza de la Garduña, que era hace más de 40 años como una herida abierta en el corazón de la urbe. Había junto has a muro tres mesas de fórmica con cajones. Allí acudían los escribidores con su silla a cuestas para practicar uno de los oficios más viejos en aquel barrio tan bien descrito por Vázquez Montalbán. Uno de aquellos escribidores se llamaba González. Era un maestro jubiloso que se sentía en una de aquellas mesas para escribir cartas por las tardes. Había enviudado y sus hijos habían emigrado a Suiza. Trabajaba por amor al arte y sólo aceptaba propinas de quien se las podía dar. Yo creo que iba a la Garduña porque la soledad le resultó insoportable. Aunque parezca mentira, en la Barcelona de los 70 había gente que no sabía escribir y que se avergonzaba de ello. Eran personas nacidas a principios de siglo, que jamás habían ido a la escuela y que recordaban la ciudad convulsa de los años 20, donde la patronal contrataba a guneros para asesinar a los sindicalistas y estos sembraban el terror entre los empresarios. González grabó la Semana Trágica. Tenía diez años cuando la huelga general fue reprimida por Maura, que envió al Ejército para sofocar la revuelta obrera. Las calles se llenaron de sangre y hubo cerca de un centenar de muertos. Uno de ellos fue su padre. Era un hombre que no guardaba rencor a nadie, que sentaba en aquella mesa y escuchaba pacientemente a las mujeres y los viejos que le pedían que escribiera una carta. En algunas ocasiones eran declaraciones de amor en la distancia. El oficio de escribidor desapareció a principio de los años 80 y las mesas de la Garduña se quedaron allí pendientes algunos meses, como un vestigio del pasado. Alguien me dijo que González había muerto. Yo le había encontrado un par de veces en un antro de la calle Tallers, una taberna oscura y profunda, donde iba a beber un porrón con sus amigos. El tiempo lo borra todo y hoy nadie se acuerda de aquellos escribieron, depositarios de sueños, de pasiones y de frustraciones, dichos casi al oído. Traducían a bellas palabras los sentimientos de quienes no sabían escribir ni expresarse, de gentes zarandeadas por la vida que se avergonzaban de su ignorancia. Jamás ha habido un oficio tan noble como el de González, al que todavía le veo alineando sus bolígrafos de colores y sus cuartillas, como queriendo poner un orden al caos.