La Central del Callao echa el cierre. O al menos, pasará a ser algo distinto de lo que hasta ahora conocíamos. Como Lorca, a quí pasó lo de siempre: un cambio en la propiedad del singular edificio impediría, subastado mediante, que uno de los mejores libros de España se encuentra en el palacio del número 8 de la calle del Postigo de San Martín. Las condiciones del nuevo propietario no son asumibles para un negocio que orbita a su vez la lectura y la librería se traslada a otro local justo enfrente. In buen seguro, los libreros que mantengan su empleo harán todo lo posible por recrear la misma atmósfera. Pero seríamos ingeniosos si no asumiéramos que algo habrá cambiado para siempre. Los libros pasarán de exponerse en un palacio a exhibirse en un local y la superficie se reduce a una cuarta parte del antiguo espacio. No puede ser lo mismo. El rumor vino en verano y cuando preguntaba a las personas que había trabajadon casi nadie respondía, como si daría fe pública del mal presagio fuera a precipitar el evento. Ahora se confirmó que nuestra ciudad y sus miradas quedan encogidas. La noticia no sólo afecta a quienes comprábamos allí. Hay negocios que no son exactamente negocios y que forman parte del patrimonio de una ciudad. Madrid lucía más culta y más leída cuando había librerías en palacios isabelinos. Las colas que se instalaron en Navidad en La Central era una prueba viva del pulso libreco de la capital. El negocio era rentable, pero quizás no tan rentable como para satisfacer las expectativas del nuevo dueño. Es cierto que sus las reglas del mercado, amigo, pero muchos sospechamos que la campana que tiene Rodrigo Rato se adorna más con las ‘Hells Bells’ de AC/DC que con la libertad de Filadelfia. Es probable que no tenga arreglo. Estoy seguro de que todo ha sucedido conforme a derecho. Pero yo me sigo creyendo lo de la excepción cultural. Hay cosas que no deben pasar y pasar. Y desde esta noticia, Madrid es una ciudad peor y nadie le ha puesto remedio.