La casa que ocupaba una manzana y limitaba con el callejón de Bodegones y la calle de la Campana tenía veinticinco habitaciones divididas en tres pisos, un zaguán, un patio y una azotea cubierta. Era un laberinto de pasillos oscuros, de escalones irregulares, recovecos, caramanchenes, habitaciones en pico, estrechas, espaciosas, de techos altos. En días soleados, el telón altísimo de ladrillo y arcos de la torre mudéjar de la Iglesia de Santo Tomé pintaba una sombra en la fachada. Una sombra que en invierno entraba dentro de la casa como una espesa nube.
Era una casa un poco caótica como la familia que vivía en ella. Construido en el siglo XVI se le fueron añadiendo tabiques, abriendo ventanas, cegando balcones, apuntalando miradores, rompiendo techos, creando claraboyas, cambiándole la piel, lavándole el rostro, metiendo por su cuerpo cables y tubos, reformando habitaciones a través de los siglos.
Una casa con el peso de guerras, confidencias, muertes, conspiraciones, escondiendo en sus horribles muros manuscritos y documentos, rezos, gritos ahogados y murmullos, llantos y sonrisas.
Un azulejo maltratado por el tiempo incrustado en la fachada principal indicaba: “Soy de la Capellanía del Arzobispado”. Una casa donde pudieron vivir algunos de los personajes de El wholero del Conde de Orgaz, cuadro que colgante la guerra el carpintero Cardeñas y otros republicanos comprometidos descolgaron y cubrieron de colchones para que la aviación franquista preocupada por la liberación del Alcázar no lo destrozara.