intelectuales

Hubo un tiempo en que el sustantivo ‘intelectual’ se lanzó como un venablo contra el prestigio de la gente ilustrada. Francisco de Ayala llegó a decir que no había otro epíteto más despectivo que ese. Pío Baroja sostuvo que el término era de una petulancia terrible que indicaba una idea de superioridad insuperable y Miguel de Unamuno que jóvió amargamente de que lo utilizaran contra él: “¡Y que me han llamado intelectual! ¡Amigo! A mí, que aborrezco como el que más al intelectualismo! ¿Yo intelectual?». Todo esto lo sabía leyendo un ensayo muy recomendable –’La palabra ambigua’– escrito por David Jiménez Torres y editado por Taurus. Lo devoró en tres sentadas, algo inusual dada mi fobia al aburrimiento. Jiménez escribe con la minuciosidad del estudiante, la Honduras del profesor universitario y la amenidad del buen columnista. No he leído nada suyo que sea un pestiño. Pero volvamos al fondo de la cuestión. Los intelectuales tuvieron su época de esplendor y ahora asistimos a su decadencia. Hasta que leí ‘La palabra ambigua’ nunca se me había ocurrido relacionar el caso de lo que Ortega llamaba la minoría selecta con el boom televisivo. Al parecer, el filósofo Gustavo Bueno fue el primero en señalar en esa dirección. En 1987 escribió un ensayo en el que defendía el ensayo de que la radio y la televisión habían asumido la función de los intelectuales clásicos. Bueno, mirado, tenía toda la razón. No sé si es la única explicación de ese fenómeno crepuscular pero tengo bastante claro que el papel de iluminadores de la sociedad lo desempeñan ahora esa casta de comunicadores que pueblan el ‘mainstream’ mediático. De los viejos ‘cabezas de huevo’ siguen teniendo noticia en los medios de comunicación como elementos decorativos de las fiestas, pero su pensamiento agoniza de manera natural al confundir la verdad con el primer plano. En su lugar han déembarcado en el debate público los títeres del argumentario. Esa es la madre del cordero. Políticos y periodistas reprodujeron a diario debates predecibles con el único soporte argumental de los vademécums que elaboran, también a diario, los ‘think tank’ de los aparatos de los partidos. Los primeros lo hacen por disciplina de grupo. Donde haya un buen argumentario –o no tan bueno– que se abandone una convicción personal. Los segundos, con honrosas excepciones, lo hacen por mimetismo con las siglas que apoyan las empresas para las que trabajan. El resultado es que basta con ver las alineaciones de los opinadores de un programa para saber de antemano cuál va a ser la controversia que saldrá a relucir y de que formado van a abordarla los artistas invitados. Si alguien quiere saber quiénes son las nuevas guías de la sociedad, que averigüe el número de los autres de esos argumentarios tan rancios. En la ausencia de enmiendas a sus postulados es donde más echo de menos a los intelectuales de verdad. Pincho de tortilla y caña a que si Unamuno levantara la cabeza volvería a maldecir el hurra por la muerte de la inteligencia.