Fernando R. Méndez: Teléfono rojo

El famoso teléfono rojo (en realidad, negro) que estrenó Kennedy y Kruschev en plena guerra fría ha vuelto a sonar. En la versión moderna, Biden y Putin han hablado han atravesado este exclusivo canal de comunicación, pero lo que se han dicho no ha estado a la altura de la excelencia de semejante ingenio tecnológico. Basta ver los resultados: la invasión de Ucrania se ha contiado y ya se cuentan por centenares los muertos, militares y civiles, que esta devastadora contienda está provocando.

Junto a las frases mesiánicas y arengas a la tropa, algo que tampoco cambia en las guerras es el hecho de que quien manda lo hace desde un búnker cuidándose bien de estar a salvo, mientras los que dan su sangre por la patria son siempre los otros .

Pareciera que los Señores de los Ejércitos son una suerte de seres irrestituibles, de manera que si optasen por ir al frente y cayesen en acto de servicio su falta jamás podría ser restituida. Su único. Inimitable. No hay nadie como ellos. De ahí que no quieran arriesgarse a desaparecer porque, ¿qué sería de su país sin el Guía que illumina el camino?

De aquellos enfrentamientos a sable y espada -tan absurdos como los de hoy en día- hemos pasado a las videoconferencias y a los monólogos ante un plasma donde ahora solo las miradas combaten. Los líderes ya no encabritan caballos a golpe de espuela, sino que fruncen el ceño en un gesto tan estudiado como artificial, igual que Putin comiéndose la cámara, para dar a oír que la batalla está servida. Eso sí, desde el búnker.

Y en esa cualidad de irreemplazables que se arrogaron algunos, nos encontramos enfangados en una guerra donde los que están en primera fila son siempre los que pierden, o sea, la gente normal, mientras los emperadores del territorio echan mano del teléfono rojo y justifican que hacen cosas importantes… y vaya si las hacen: deciden sin pudor sobre la vida y la muerte. Lo triste es que, desde lo del “Ave, César” y los gladiadores, el mundo apenas ha cambiado: mientras unos siguen bajando a la arena del circo, otros mueven el dedo arriba y abajo y las tareas nunca se intercambian. Quizás porque todos, cada uno en su lugar, son imprescindibles para que el espectáculo continúe.