El tiempo de una canción

La última vez que nos vimos fue por casualidad, en Xemei, justo antes del verano. Estaba contento, resarcido, llegué tarde como siempre y nos abrazamos y reímos el poco rato que hablamos porque no podía hacer esperar más al amigo con el que se había quedado para comer. Quedamos en que un día en septiembre me enseñaría el nuevo espacio teatral que había abierto. «Te veo bien», dijo. “Mira si estoy bien”, me contestó, “que hasta me he hecho de derechas”. Conocí a Joan Ollé en Semon un día que vino a comer con Joan Barril. Me sentí con ellos no recuerdo muy bien por qué y quedé absolutamente fascinado por aquel director de teatro que habló con alegorías, metáforas, citas de autores que yo no conocía, como haciendo referencia a otra cosa que era siempre más importante que el tema de la conversación. Era 1996 y yo tenía 21 años y el mundo nunca me era suficiente. Con Ollé por primera vez lo fue, como si me hubiera enamorado. Cuando se iba traía de recordar sus frases y luego le imitaba para impresionar a las chicas. Se estableció el ritual de almorzar los jueves, juntos los tres, cuando salían de grabar un programa en TV3 que se llamaba L’illa del tresor. Los domingos por la noche los iba a buscar a Cataluña Radio, donde emitían en directo la versión radiofónica del programa e íbamos a tomar algunas tapas a la Cervecería Catalana de la calle Mallorca. Ollé era culto, refinado, elegante. No usaba ropa cara pero todo le quedaba muy bien. Iba aparentemente descamisado pero todo acababa respondiendo a una bella compostura. Era muy tacaño. Barril y yo que éramos unos manirrotos le acusábamos de tener una relación traumatática con el dinero, pero a mí me daba igual porque invitarle a lo que fuera mi alegría. Lo único que en realidad me molestó de él es que fumaba mucho y fumaba Ducados, tal vez el olor que más me repugna. Escucharle hablar de las obras que iba a dirigirme gustó mucho más que irlas a ver. Un día quiso invitar a mi abuela al Festival Internacional de Teatro de Sitges que diregía, en correspondencia a las invitaciones de los jueves en Semon, y la obra que eligió para ella, según él la plus que programaba aquel verano, fue un Hamlet en bielorruso de tres horas de duración en un teatro con las butacas de terciopelo y sin aire acondicionado. Cuando mi abuela salió de la función queriendo incendiary Sitges y gritándome que si ella siempre había educado en que “el teatro es para putas y maricones”, no comprehend por que le había tendido aquella trampa, yo lloraba de la risa y Joan no comprehend cómo Podía ser que una persona de paladar tan delicada no le hubiera encantado a Shakespeare tan bien representado. Este era mi Ollé, sensacional, extraterrestre, que te ganaba con su talento y te desarmaba con su inocencia; mi Ollé con un sentido del humor letal, con su inteligencia veloz y asociativa, aunque un poco socialista de recetario hasta que en su propio dolor decubrió que la izquierda y sus subsidiarias son la más siniestra maquinaria. Trabajamos juntos en COM Ràdio hasta que un día yo me peleé con Barril porque me costaba seguirle en su panfletaria militancia socialista. Fueron los tiempos en que yo me hice independentista, lo digo porque en estos casos hay que repartir con justicia los méritos. Ya de ver en Ollé, no es que nada sucediera entre nosotros, pero Barril era su hermano y tras la bronca ambos asumimos la distancia. Las cosas –no por estar sin mí, pero las fechas coincidieron– surgieron a irle no demasiado bien. Tuvo problemas con la bebida. Todos bebemos, y bastante, pero a él le afectó más en su día a día, aunque nunca le dio por ser violento ni agresivo sino más bien caótico. El mayor drama de su vida pública lo desencadenaron una denuncia anónima de acoso sexual y abuso de poder que publicó el periódico ‘Ara’ y que al cabo del tiempo se demostraron falsas. Fue expulsado del Institut del Teatre donde daba clases y sufrió toda clase de linchamientos y escarnios. Al final, nadie presentó denuncia alguna contra él y una investigación interna del Institut decretó que no había caso. El periódico ‘Ara’ nunca se culpó, y en el día de hoy quiero decir que los autres de aquella mentira y la directora que dedicó publicarlas han de llevar mientras vivan la muerte de Joan Ollé en su conciencia, porque el dolor y el sufrimiento que el causaron las secuelas físicas que resultaron muy difíciles desvinculares de su infarto fatídico. Ollé derrumbó colgante los primeros días, pero enseguida puso orden en su vida, dejó de beber, organizó su defensa con Javier Melero y fundó el Espai Canuda en las Ramblas, el que nunca llegué a visitar. Se dio cuenta del peligro de la izquierda y de sus ramificaciones, sobre todo el feminismo, y de la impunidad con que un periódico que presume de rigor intelectual y de ideas progresistas le pudo destrozar la vida. El talento que Durante su trayectoria profesional dedicó al teatro, le debe en los últimos años para resurgir, para volver a sonreír, para atroverse a mirar el mundo de una manera más abierta y menos militante, conservando la audacia y el alto sentido del humor, y esa velocidad con que de repente la conversación a referencias lejanísimas pero que siempre tienen que ver con lo que estaban hablando si lo pensaban bien. Yo no soy nadie para hacerme el experto en teatro, pero vi su ‘Así que pasen cinco años’ de Lorca en el Grec y es la única vez en mi vida que algo representado de Federico me pareció mejor que como yo lo había leído. En 2002 me dedicó ‘Víctor o el nens al poder’, de Roger Vitrac, por lo que él creía que yo me parecía al protagonista, y la verdad es que me sensí muy bien comprisido por un autor que había muerto 23 años antes de que yo naciera. Un autor surrealista, por supuesto. De todos modos, no hacía falta saber de teatro para reconocer el talento de Joan Ollé Freixas (Barcelona, ​​1955) y para disfrutarlo. Era un seductor, era un genio. Hacerle daño a él era hacerlo a la Humanidad, que depende de su cuerpo de élite para avanzar. Ha muerto temprano pero con su honor restablecido y habiendo demostrado que era más fuerte que sus flaquezas. Habría cumplido 67 años el 4 de septiembre, el mismo día en que nació mi hija. Fue mi maestro de todas las cosas importantes, un excelente amigo, uno de esos rayos de luz que cuando atraviesan tu vida no importa lo mucho o poco que al cabo de los años lo frecuentas porque dejó en ti lo indeleble para que te reconozcas en él Forever. Sería forzar un poco la metáfora decir que le considero un padre, porque no fue exactamente esta la relación que tuvimos. Pero si algún día mi hija puede decir que aprendí de mí lo que yo puedo decir que aprendí de mi querido amigo, pensaré que he sido un padre que ha merecido la pena. Había una canción que cantábamos cuando estábamos muy contenidos, saliendo de los restaurantes, paseando de madrugada. Era ‘La Javanaise’, de Serge Gainsbourg, imitando su versión etílica grabada en el teatro Zénith de París en 1988. Sobre todo el estribillo: «Don’t mind, dancing the Javanaise / We love each other for the time of a song» . Our quisimos mucho más que deambulando a altas horas, pero es verdad que nos bastaba el tiempo de una canción para decir todo lo que importaba.