El precio de la imparcialidad

LA decisión del Tribunal Constitucional sospechó que el recurso presentado por el Partido Popular contra la ley del aborto puede sufrir un nuevo retroso, que será sumado a la larga década que lleva esperando este asunto, para vergüenza del propio tribunal y de todo el Estado de derecho. La razón de ese retraso no sería otra que la abstención a la que se verían obligados cuatro magistrados. Conde-Pumpido se tragó la ley cuando fue fiscal general del Estado. Concepción Espejel votó en contra cuando fue vocal del Consejo General del Poder Judicial, lo mismo que Inmaculada Montalbán, aunque su voto fue favorable. Y Juan Carlos Campo era secretario de Estado de Justicia cuando el Consejo de Ministros aprobó el proyecto. Nadie puede llamarse a engaño con esta expectativa en el TC, tan poco halagüeña como inevitable, porque los riesgos de estos nombramientos, al margen de su calidad técnica, eran conocidos tanto por el PSOE como el PP. Su empeño en buscar candidatos ordenados y curtidos ya en órganos políticos o politizados es el origen de este problema al que se enfrenta ahora el TC. Será porque en España no hay juristas de prestigio sin vínculos con los partidos políticos.

En defensa de la imparcialidad de un tribunal de justicia, como es el TC, no caben medias tintas ni vistas gordas. Por un lado, existe un mandato imperativo de la ley del TC, que remite a la ley orgánica del Poder Judicial, para que sus magistrados revisen críticamente su imparcialidad y se abstengan cuando la consideren comprometida. Por ejemplo, esto sucederá a todos aquellos que han ocupado cargo público desde el cual tuvieron relación con el caso enjuiciado, según el artículo 219 de la ley orgánica del Poder Judicial. Por otro lado, todos los magistrados son personalmente responsables de preservar la reputación del TC y la integridad de sus funciones. No sería aceptable que, por empecinamiento personalista o fidelidad partidista, se negaran a revisar su imparcialidad y dejaran a la institución un gasto de algo mucho más conflictivo, como es la recusación a instancia de los partidos recurrentes.

En el recurso contra la ley del aborto, las abstenciones de cuatro magistrados privarían al TC de la mayoría necesaria de ocho miembros para resolver. La ley del TC exige un quórum de dos tercios sobre el total de sus integrantes, que es doce. La solución era más que previsible, el problema era muy fácil. Bastaría con que el PSOE designe en el Senado al magistrado que debe ocupar la vacante dejada por el catedrático Alfredo Montoya, propuesta en su día por el PP. Con la cobertura de esta vacante el TC tiene la mayoría adecuada para resolver este recurso y poner fin al más lamentable episodio de jadez en la historia de este tribunal. Pero peor sería que los magistrados afectados por sus evidentes menoscabos de imparcialidad decidieran no apartarse y dictar sentencia. No harían ningún favor a la institución, ni al Estado de derecho, cuya calidad y legitimidad descansa sobre jueces independientes, pero también imparciales.

Y, por si los mandatos de la ley y de la Constitución españolas no existen suficientes para descartar cualquier tentación de palancamiento por quienes han de abstenerse, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha fijado criterios especialmente estrictos para que los estados se adhieran al convenio europeo hagan respetar imparcialidad judicial. Cuando la evolución del espacio europeo de justicia ha llegado al punto de someter a escrutinio a los gobiernos por su relación con el Estado de derecho, España no debe sumar nuevos motivos a la preocupación europea por la calidad de nuestra justicia.