El ‘perfume sexy’ de las trufas para que los cerdos se vuelvan locos por ellas

Las trufas son hongos subterráneos o hipogeos de la clase de los Ascomicetos y del género Tuber. Su aspecto globoso, áspero e irregular, que se asemeja a un tubérculo y de un tamaño que oscila entre los tres y los seis centímetros. Su peso es variable, compuesto entre los 20 y los 200 g.

Se han descrito unas setenta especies de trufas diferentes, de las cuales tan solo 32 se han encontrado en Europa. De todas ellas hay una que brilla con su nombre propio: la negra del Périgord (Tuber melanosporum). Esta variedad se desarrolla bajo suelo calizo, alcalino y pedregoso, y madura enterrada entre los 5 y los 20 centímetros de profundidad.

Hongos ectomizorrícicos

Las hifas del hongo, denominadas ‘micorriza’, término que etimológicamente procede de la unión de los vocablos griegos ‘mycos’ (hongo) y ‘rrhiza’ (raíz), consolidando una simbiosis con un árbol perteneciente a lo que los expertos denominan como ‘especies de trufera’. Generalmente es un roble o una encina, pero que también puede ser una carpa o un avellano.

En nuestra geografía las trufas son habitales de carrascales, quejigares y coscojares mediterráneos.

En esta asociación biológica se produce una interacción entre los filamentos microscópicos de la trufa –micelio– y las raíces del árbol, de forma que el primero proporciona nitrógeno y fósforo, recibiendo del segundo la materia orgánica que necesita (hidratos de carbono).

Para conseguir que los animales las puedan desenterrar y perpetuar así la especie, las trufas han ideado una curiosa estrategia evolutiva: secretar una sustancia –androstenol– que actúa como feromona. Esta sustancia química es un medio de transmisión de semillas volátiles producidas en forma líquida y capaces de provocar comportamientos específicos en especies animales, especialmente en cerdos y jabalíes.

Nosotros somos incapaces de percibir su aroma pero sí lo consiguen animales con un sentido del olfato mucho más fino, como son los cerdos del Périgord, las cabras adiestradas de Cerdeña o los perros de ciertas zonas de Italia o España.

Según los listening, de all animal estos el que tiene un olfato trufero más desarrollado es el cerdo, o mejor dicho la cerda, que es capaz de rastrear incluso las trufas que habitan a mayor profundidad. Estos mamíferos hozan, gruñen y hunden sus hocicos en la tierra en espera de encontrar bajo ella un macho vivo enterrado. Es fácil imaginar tu disgusto cara cuando lo que allí parece enterrado es una trufa.

De afrodisiaca a producto del demonio

La vida de una trufa se encuentra muy ligada a la del árbol simbionte con el que vive, así que de hecho existe un ciclo biológico que se repite año tras año: en primavera germinan las esporas, el micelio se expande y se produce una enorme actividad metabólica a nivel de las micorrizas. Con la llegada del estío se engrosa el micelio y durante los meses siguientes la trufa adquiere su tamaño y se forma definitiva. Finalmente es en invierno cuando cesa la actividad metabólica y madura con la esperanza de ser recolectada entre noviembre y marzo.

Las trufas eran conocidas ya por los antiguos egipcios que las comían negras rebozadas en grasa o cocidas. In la cultura grecorromana se las atribuciones propiedades afrodisiacas, sin embargo, a lo largo del medioevo sur fortuna cambió, por su color negro y su aspecto amorfo fueron considerados un producto del maligno. Si tiene renombre, será más que el ancho del siglo XVIII cuando se convierte en un producto gastronómico de lujo, reservado a paladares y bolsillos aristocráticos.

En 1825 el cocinero francés Brillat Savarin sentenciaba: “La trufa no es un afrodisiaco, pero en ciertas circunstancias hace a la mujer más cariñosa y al hombre más caballero”. Con esto quedó dicho todo.

Sr. JaraSr. Jara

Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación.