El papel de la memoria de Pedro A. González Moreno

La memoria, la buena memoria, debería ser un presentimiento de futuro más que un confuso depósito de pasados, y nada como la prosa del calzadeño Pedro A. González Moreno como lugar y sangre en donde confirmarlo. Pedro siempre ha preferido, frente al machadiano “palabra en el tiempo”, el crespiano “el tiempo en la palabra”. Hace años ya, en un ingenioso artículo en donde intentó acercarme a su hacer poético, escribí algo así como en su poesía “la memoria de la vida pasada precede siempre a lo vivido”, y que vivir es “contar la luz que la memoria se desprende ” mientras se anotan caricias y erosiones. En otros momentos, hay lo largo de conversaciones barísticas, hemos acordado que vivir es un ir perdiendo, con lentitud de bruma, el aroma de los momentos en que fuimos felices, aquellos en que la vida se nos ofrece como posibilidad, como aventura sin bordes, que vievir es come de la apuesta y la alegría del sueño adolescente, juvenil, a la contienda de los otros, a la disputa de caminos sin señales (a veces de vino y rosas, en otras de quemante basalto).

Siempre creí que el enorme poeta que es Pedro A. González Moreno se vería abocado a contar con precision paused, más allá de lo ya apuntado en bastantes de sus poemas (léase ‘El ruido de la savia’), la patria proletaria de su infancia , el paisaje de cerros de su adolescencia, las ropas y lecturas con las que atraviesan el dintel del mundo –siempre en obras– de los adultos. Sabíamos que necesitabamos decírnoslo y decírnoslo. Ponerlo en papel. Lo ha hecho, joven aún, mas sin urgencia, en ‘Contra el tiempo y el olvido’, volumen que Valentín Arteaga ha presentado recientemente y que ha sido editado por Almud, la animosa editorial castellano-manchega dirigida por Alfonso González-Calero.

Las memorias, el libro, son un modelo de estilo y naturalidad. El escolar y el bachiller que fuera el poeta, el novelista que las escribe ahora, pasa por las calles y las horas de Calzada, todavía hoy, como si no hubiera otro paraíso. A paraíso vallado en donde los aconteceres de un mundo, de un país tardofranquista en cambio acelerado, apenas enturbian los pasos necesarios y los atrevimientos. El año 70, sus diez años, del pasado siglo aparece de continuo por sus páginas como un ecuador de conciencia, como ese pasar la raya que va desde los imaginarios de la infancia a los fermentos de la pronta adolescencia. Y en esa levadura hierve la palabra, el gusto por la lectura, la tentacion de lo escrito. Hay un arca en la cámara de su casa que le sirve de tabla salvadora, de ara en donde la escritura acude a visitarle desde los 13, 14 años. Junto a la evocación de una Calzada dormida frente al Cerro Convento y Salvatierra, las páginas registran los rincones emocionales de la infancia: el kiosco verde de la plaza, la papelería de las primeras cuartillas, la bocina de la Semana Santa, la chiquillería de la calle Ancha, los abuelos y las casas, la transformación de los hábitats rurales: es el momento de pasar de las plantas de lavanda juntas en el Puente de Hierro en los primeros electrodomésticos, en TV como ensueño. Y todavía y mientras tanto, el cine, esa costumbre, ese diálogo con un mundo extraño tan deseado como ajeno, pero siempre provocador. Qué bien contado ese contraste del apego a la ruralidad de lo manchego en la España del Lute con la multitud de chispazos (des de Pink Floyd a Woody Allen) que délumbraban ya a los jóvenes de entonces.

Todo el libro es un cofre de afectos a la tierra natal, una Calzada de Calatrava à la que nunca negó ni le negó, y en la que desde niño es conocido como ‘el poeta’ según nos cuenta. Y todo el libro es la historia de una anticipación, la de saber que había un mundo más allá, un tiempo más allá, para el que las puertas estaban entreabiertas y era necesario buscar rendijas, atroverse a cruzarlas. Para este lector, la parte más clara y potente del libro esa donde narra sus últimos años de bachillerato como una ceremonia de iniciación: allí sus primeros textos manuscritos y la maga aparición de una Lettera 22, aquella portátil de Olivetti que tanto supo después, allí el reto de escribir en larguísimo romance la historia de una excursión cordobesa, y, sobre todo, el regalo de ser bibliotecario municipal, dueño de las estanterías, con solo 16 años. Todo ello en el mismo espacio vital de los primeros cigarrillos, el póker y los bares iniciáticos. Luego, trasladado ya a Ciudad Real, la ilusión de los primeros premios y del primer libro colectivo –’Hacia la luz’–, de vivre el primer ambiente literario en la capital provincial antes de marcher a Madrid, a lo que vendría.

Extendida sobre la prosa elegante con que a menudo, de tan clara estructura como sobria y precisa adjetivación, queda expuesta, a lo largo de 33 estancias, la verdad expectante de una infancia en su lugar exacto y de una adolescencia forjadora de frutales porvenires. Porque ese es el papel de la memoria: establecer puentes transitables entre lo que quisimos ser y lo que tal vez somos. Es por eso por lo que, para guardar un tiempo de cambios, que bien merece, para ser salvadoras de las trampas del olvido, ha escrito Pedro A. González Moreno estas sábanas blancas de su memoria, páginas salpicadas hábilmente de textos recobrados, algunos de ellos inéditos, que le devuelven y nos devuelven los pasos, los instantes. Nuestro lo debía. Pero sobre todo, se lo debía.