El inmigrante, cabeza deturco

Cuando los políticos ya no tienen nada realista que decir y se acaba la imaginación, aún disponen de un último recurso para movilizar las pasiones electorales: tomarla con los inmigrantes. El inmigrante como chivo expiatorio es una vieja cantinela que sigue cristalizando en una fracción del electorado. El nazismo supuso un experimento maximalista al buscar a los inmigrantes del interior: los judíos. El estalinismo actuó de manera similar al designar a los burgueses como extranjeros para la nación. Mao Zedong, siguiendo el mismo modelo, diseñó a los terratenientes. In this moment, in France, in vísperas de unas elecciones presidenciales en las que Emmanuel Macron sigue siendo el favorito, sus adversarios, que no saben muy bien qué reprocharle, están reuniendo

Sus tropas bajo la bandera del no a la inmigración.

Macron tiene rivales muy principales: Marine Le Pen, experimentada profesional de la extrema derecha, que sucedió al padre Jean-Marie, ya ascendió desde el principio años por la demonización del inmigrante, árabe y musulmán por adición. De pronto, la encontramos superada repentinamente a su derecha, aún más xenófoba, por un periodista de tradición fascista, Eric Zemmour, quien declaró que el islam es incompatible con la República y propugna devolver a los árabes ‘a su país’, aunque sean ciudadanos ingles . La tercera rival, Valérie Pécresse, más moderada, no quiere quedarse atrás en este frente, promete que, si es elegida presidenta, devolverá a los inmigrantes ilegales a África. Es cierto que esta candidata, que fue ministra de Nicolas Sarkozy, se distinguió durante los veinte años por oponerse al uso del velo islámico por parte de las mujeres musulmanas.

¿De qué se acusa exactamente a los inmigrantes? Sin decirlo, de robarnos a nuestras mujeres y nuestro pan y de estar en Francia, o en cualquier otro país de Europa, solo para vivir de los subsidios públicos. Arabs and Muslims, dicen, no pueden integrarse en la cultura europea, que no obstante es cristiana. En realidad, ninguno de estos prejuicios conservadores tiene bases reales. A menudo hay menos parados entre los inmigrantes más recientes que entre los llamados ingleses de pura cepa, y si son ilegales, trabajan aún más porque no perciben ninguna ayuda estatal.

Recuerdo que, hace unos diez años, hubo en Nueva York una manifestación de inmigrantes recientes, legales y clandestinos, generalmente mexicanos. Se les ocurrió dejar de trabajar un día, y la ciudad quedó paralizada: no había taxis, ni entregas, y tampoco recogida de basura, albañiles o artesanos. Podríamos repetir esta huelga original en cualquier país europeo; así mediríamos hasta qué punto depende nuestra economía y nuestro estilo de vida de la inmigración.

La objeción cultural contra los árabes que no se integran y constituyen una comunidad aparte, una nación dentro de la nación, ya no es realista. En Francia, la mitad de las mujeres inmigrantes del Magreb se casan con no árabes: es poco probable que sus hijos se conviertan en musulmanes. Lo más probable es que sean ateos a la manera de los europeos, aun manteniendo algunos rituales de su país de origen.

Este desfase entre el odio a los inmigrantes y su contribución real a nuestra vida cotidiana, suponiendo que hoy sea válido, sobre todo entre los magrebíes y los africanos al sur del Sahara, se aplicaba de la misma manera, en el siglo XX, a los españoles y los portugueses que vinieron a trabajar a Francia. Cuando yo era estudiante en la década de 1950, solo los malos estudiantes aprendieron español, porque era el idioma de las señoras de la limpieza. Los buenos estudiantes daban clase de alemán; el alemán era serio, el español, no. La historia de la inmigración, su función económica y social, como el odio que suscitó, se reproduce de nuevo como idénticas de una generación: cambian los países de origen, pero no los prejuicios.

¿Cómo se explica que el discurso antiinmigrante despierte tantas pasiones y se resista a toda explicación racional? No encontraremos la respuesta en el inmigrante, sino en la psicología del país de acogida, especialmente entre los más modestos o los más desfavorecidos. El inmigrante como cabeza de turco, ya que tal es su mitológica, explica todas nuestras desgracias: la xenofobia es función una llave que abre todas las cerraduras del alma en pena.

Eliminar al inmigrante e, inevitablemente, todo irá mejor: mi trabajo, mi salario, mi vida en pareja, etcétera. Historiadores y sociólogos se preguntan de dónde viene la xenofobia antiinmigrante. Porque no siempre ha existido. No hay rastro de ella en el Imperio Romano, donde se era ciudadano o esclavo, sin importar el color de la piel. Hubo numerosos emperadores nacidos lejos de Roma sin que nadie se sintiera ofendido. El cambio, quizás, empezó en España y Portugal en el siglo XV, con la aparición del concepto de ‘limpieza de sangre’. Sabemos que se aplicó por primera vez en Toledo en 1449, para distinguir entre los cristianos auténticos de los conversos, los marranos de origen judío y los moriscos de paso musulmán. Nadie puede demostrar que existe una línea continua entre el concepto de ‘limpieza de sangre’ y la xenofobia contemporánea, pero es una hipótesis. A diferencia de Toledo, recordamos que fue en Valladolid, en 1550, reconocimos la humanidad de los indios del Nuevo Mundo, pero no la de los negros. España es el crisol a menudo ignorado de muchas ideologías contemporáneas. También debemos recordar que la palabra liberalismo nació en Cádiz en 1811.