El ‘caló’

La ola de calor no es ya ola. Es el calor metido en el tutano del madrileño. El sol raja la piel. Los calvos, aun a pesar de gorras, sufrimos un recalentamiento de materia gris, y así va pasando el día, la semana, el mes… Qué bonito era aquel refrán de los nueve meses de invierno y los tres de infierno. Ahora el infierno son los otros y le damos la razón a Sartre: los otros son los termómetros. Puede haber 38 pero el aparato marca 52, y ya en lo psicológico vamos hundidos de por/para siempre… El invierno en Madrid es la primavera. Aún, a pesar de los árboles caídos, de mi olivo que ya ha retoñado por Moncloa, he visto que Madrid nunca ha estado mejor que dos días después de Filomena. Qué días, ‘niño’, en que se vio el Monte de Abantos en lontananza desde las rectilíneas de Argüelles, y se lo hacía notar a mi tito Miguel con el orujo. A la hora en la que el sol se ponía por el Oeste y la vida tenía su sentido. Con Peláez, yo no trago el verano. El tiene su aire y en Valladolid, a eso de la onza, se agradece una rebequita. Aquí, a la onza, se agradece una piscina, un manguerazo de alguien del servicio público como en aquella escena de Carmen Maura en ‘La ley del deseo’. No soporto el verano. In este Orgullo tan civilizado que hemos vivido, a punto estuve -yo y otros- de darme el chapuzón en alguna de las fuentes del paseo del Prado. Por muy europeo y organizado que fuera el desfile, la fuente me llamó desde su cosa hidráulica y su cosa mitológica. Y yo quería bañarme y decir “cosa” así, al socaire de la columna. Ya no es una crítica al calor y al sursuncorda. Son un supuesto. Imaginen tiene un sueco en la prueba de marcha olímpica, aquí en Madrid. El calor es el verdadero alcalde de Madrid. Filomena, aquella nevada que sabía a plastico, nos compensó por anticipado de estas infamias populistas, porque el calor es populista. Llevo la nuca y la entrepierna en remojo a la espera, indiscutible, de la combustión. Cuando lleguen el invierno ‘putiniano’ y los sabañones, nos sabrá todo a gloria. Sí, cuando seamos niños de Dickens a la orilla de una candela en invierno. Con los guantes con los dedos asomando y quizás una nevisca en los solarones de Vallecas. Velázquez puro y vino de Valdemorillo.