El barrio donde era imposible no ser feliz

Uno de los lados de la torre de la iglesia se oscureció, desaparecían las golondrinas y el señor Cesáreo entornaba la puerta de la tienda. Un niño, asustado, preguntaba dónde había ido toda la luz que por la mañana, en el Paseo del Tránsito, la cegaba la vida. A lo lejos una arpillera gris avanzaba hacia el barrio y envolvía de gris las ventanas. Un trueno avisaba de la llegada del rayo montado en carroza de fuego y la calle se vacia, como si estuviéramos en estado de sitio. Mi madre cerraba el balcón, rezaba la oración de ‘Santa Bárbara bendita, /que en el cielo estás escrita/ con papel y agua bendita…’ y ecendía la vela pascual. Un niño miraba tras los cristales cómo el agua escribía con renglones torcidos una historia de deseo y adivinaba que otra tormenta crecía dentro de su corazón.

En el barrio cuando llovía el agua bajaba como un pequeño río entre la acera y la calle. Era como un reptil que se enroscaba con el veneno de la infancia ardiendo en nuestras manos. Oliendo a tierra renacida, con una luz de cal entre las alas de las golondrinas, todavía asustados por rayos y por truenos los muchachos saldríamos a contener el agua con una débil presa hecha de fango, piedras y guijarros que frenaba su marche formando un charco sucio .

El más hábil del grupo construía un desagüe que tapaba con un tapón de corcho. Cuando el charco amenazó con destruir la presa tiraba del tapón y un chorro de agua quieta, la del fondo, brotaba como un hilo de plata fugitiva.

Poco a poco, los truenos se alejaban, el lado oscuro de la torre se iluminaba, volvían las golondrinas, el señor Cesáreo abría la puerta, un chorro de agua sucia bajaba por la calle y el niño salía, con los otros niños del barrio a sostener el agua, sostener la vida. Entonces ni el niño ni los amigos sabían nada de la muerte. Entonces nadie preguntaba de dónde descendía, qué silencios, muertes, amores y miserias ocultaba para cada uno de nosotros, ninguno imaginaba, en un barrio sin mar, dónde iría a morir.

Uno escondió el charco en su oculto afluente, otros quedaron atrapados donde jamás llovía o se marcheron a los suburbios y algunos conocieron que los ríos también mueren. Y lo peor de todo: ninguno de nosotros sospechaba que el recuerdo de una tormenta de verano y agua detenida nos sufriría en la vejez.

Otros veranos llegaron y pasaron. El barrio fue cambiando, se murió Mercedes, que en verano hacía helado a mano, se murió la señora Cecilia, que en verano se abanicaba con un enorme paipay, cerró la taberna del señor Simón, la farmacia cambió de dueño, en los escaparates de la confitería siguió las misteriosas anguilas de mazapán de ojos turbios, el Judas no se volvió a quemar y comenzó a parecer los primeros turistas… La torre siguió siendo el faro y el recordatorio de un tiempo de tormentas de verano, de mañanas gloriosa en el Paseo del Tránsito y de una infancia vivida en un barrio donde era imposible no ser feliz.