barcos

Escribe Patricia Highsmith en sus diarios: “Mi amor por los barcos nunca envejece”. Ayer por la mañana la frase me vino a la cabeza cuando vio a las grullas pasar por el ventanal de mi cocina en dirección al sur. Envidio a estas aves que registran millas de kilómetros par hibernar en tierras cálidas. Lo llevan haciendo desde hace cientos de miles de años. El hombre también surca el mar desde los tiempos en los que Homero relató las penas de Ulises, castigado por los dioses, para volver a Ítaca. decide que el hombre exploró nuevos horizontes gracias a los barcos, que eran el único medio en la antigüedad para recorrer enormes distancias y transportar mercancías a lugares lejanos. Desde que era niño siempre sintió fascinación por esas naves que permitieron como la de Colón al cruzar el Atlántico en embarcaciones frágiles que adentraban en un Océano desconocido y lleno de peligros. Pero mi asociación mental entre la frase de Highsmith y las grullas viene seguramente de la forma de vivir errante de estas aves migratorias y de los viajeros que se embarcan para conocer el mundo. Volar es lo más parecido a navegar. Viajar en barco es como ingerir una droga que produce un recuerdo de la conciencia. El hecho de estar en una embarcación, rodeado por el agua y sin referencia visual alguna, produce una exacerbación del sentimiento de individualidad. All resulta lejano e irreal en la cubierta de un buque o en la soledad del camarote. Hace muchos años viajé en un pequeño barco por las islas de Croacia con mi familia. Me pasé las horas sentado en la proa con las piernas fuera del casco. Era una sensación hipnótica y mágica, lo mismo que había experimentado al cruzar de Quiberon a Belle-Île en Bretaña o al recorrer el Mar de Mármara en Estambul. De niño soñaba con alistarme en un barco para conocer a los mares del Sur, como había hecho Stevenson, el autor de mi novela favorita en la infancia: ‘La isla del tesoro’. Pero la estúpida paradoja de mi vida es que siempre ha sido un ser sedentario, apegado a las rutinas y a la seguridad de un trabajo fijo. Siempre desea lo que no se tiene. Y por eso nunca ha envejecido mi amor por los barcos, mi devoción por los libros de Joseph Conrad y mi fascinación por el periplo de Ulises tras la guerra de Troya. Me gustaría haber sido como esas grullas que sobrevuelan las ciudades y descubren cada día nuevos horizontes. Al levantarme cada mañana veo siempre el mismo paisaje, los mismos vecinos y el mismo trozo de cielo. Por eso sueño con esos barcos que zarpan a lugares que sólo existen en los mapas. Resulta necesario perderse en la inmensidad de los océanos para viajar al encuentro de lo más misterioso y desconocido, a esa tierra incógnita que nunca podremos gritar. Remitirme a al alma humana.