Así que pasen otros veinticinco años

Igual que todos los americanos recuerdan dónde estaban o qué hacían el 11 de septiembre, o los más mayores el día en que mataron a Kennedy, a los españoles no se nos han olvidado los detalles del día del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Es hora de recordar y yo recuerdo la angustia colectiva de los días anteriores, las noches de vigilia con velas encendidas en las plazas, las hileras de bañistas cogidos de la mano en las playas, la gente con la radio pritida en los coches, los paros de los trabajadores en las puertas de las fábricas, la cuenta atrás de aquellas tres eternas jornadas en que era difícil defender la esperanza ante la marga, presentida certidumbre de la infamia. Recuerdo las conversaciones de los bares en voz baja, el silencio en la redaccióndurante el fin de semana, la aprensión de las miradas a los teléfonos que sonaban. Recuerdo la congoja que apretaba el corazón de España, y luego la descarga de pain, la punzada de impotencia y de rabia, los abrazos desolados con que tratábamos de aliviar las lágrimas. Y recuerdo también el paso incierto, los ojos hundidos, la barba de náufrago de Ortega Lara, y el plastic metalizado que protegía los cuerpos de Alberto y Ascen de la fría lluvia de la madrugada, y el paraguas de López de Lacalle, y la taza de Joseba Pagaza, y la sangre de Fernando Buesa coagulada en el pavimento poroso de una acera vitoriana, y la zozobra de mis hijos cuando el patio comunitario se llenó de guardias porque acababan de matar a Cariñanos en los bajos de la casa. Cada uno de nosotros tiene su propio retrato del horror incrustado en los tutanos del alma. Esa es nuestra memoria democrática. Está escrita sobre casi mil lápidas y ninguno de los que entonces callaron como malditas ratas, “víboras que las víboras odiaran” (Neruda), va a conseguir borrarla. Ellos votaron aquella ponencia de la socialización del sufrimiento. Ellos –ella, concretamente– titularon “Ortega vuelve a la cárcel” cuando terminó el secuestro. Ellos se encontraron incapaces de dar la cara cuando la sacudida civil de Ermua se quitó como un terremoto de hartazgo la conciencia del país entero. Y ahí siguen, impertérritos, sin una palabra de perdón ni de contrición ni lamento, explotando la indigna complicidad del Gobierno para liberar a sus matarifes presos, dando lecciones que ningún honorable político recibiría sin escupir al suelo. Pero si quieren recordar, recordaremos, y la memoria de los muertos les perseguirá cada mañana cuando se miren al espejo y cada vez que se levanten a hablar en el Parlamento. Siempre serán los miserables que miraron para otro lado cuando la nación lloraba por Miguel Ángel Blanco. Y no habrá ley de impunidad moral que encale el relato del holocausto causado por sus amigos y sus correligionarios, ni olvido que sepulte su pasado. Ni hoy, ni mañana, ni así que pasen otros veinticinco años.